Dos sillas en una terraza minúscula -mirando al suave sol que se adormece en una tarde de marzo- puede ser el paraíso que anhelamos. Una simple haba puede contener todo el lenguaje inmenso de los cielos. Porque los humanos necesitamos ese refugio que nos representa más que un nombre o una foto en un pasaporte. No somos géneros, ni apellidos. Tampoco destinos ni metas por satisfacer, sino lenguaje común de gestos sobrentendidos, vivencias aprendidas con las yemas de los dedos a la vez que mamábamos.
En la memoria guardamos ese refugio íntimo que somos nosotros mismos para converger en él en cada minuto que respiramos ausencia, tristeza o apatía. Nos deshacemos por dentro en esa zona de confort pariéndola entre gemidos de confianza y suspiros esperanzados. Es para algunos la mesa de atrás de una cafetería, para otros la visión de una obra pictórica. Quizás para muchos una página consagrada de un determinado libro. Para mí eres tú que llenas cada uno de mis huecos, vacíos sin tu grandeza. Nunca te fuiste. Sólo que ya no estás en esa zona de confort repleta de besos de amante, de amigo, de compañeros que aprenden a caerse juntos para levantarse al mismo tiempo.
Te anhelo -con tanta necesidad- que alimento mi desconsuelo pensando que la muerte sólo es una etapa más de la vida que, en vez de separarnos, nos ha unido para siempre.
Un haba puede sembrar -instantáneamente- en un paladar los ojos de una madre, sus labios o la forma en que removía el cucharón frente al fuego de la cocina. Puede ser el amigo leal que te espera con los brazos abiertos para acogerte en ellos como el libro releído cien veces, con las tapas tan gastadas que parecen masticadas por unas envías sin dientes.
Dos sillas -una al lado de la otra- apalabradas no es más que una visión que me puñetea el alma con aguijones de picador porque no te tengo entre mis manos, ni huelo tu pelo, ni puedo escuchar esa risa ronca y esponjosa que te salía de todo el cuerpo.
Se me fue la zona de confort tocándome el alma, alergias que da el frío de que ya no te quieran, porque estás vivo en mi corazón pero no te tengo entre mis dedos. Ya los libros no son zona de confort, ni las ilusiones de viajes programados, ni las escapadas en familia. Ni siquiera la risa de los niños hace que me olvide de la tuya tan esponjosa como lana cardada por manos de Princesa de cuento de hadas. Porque muchas cosas han dejado de tener magia desde que te fuiste, solo y en desbandada porque no había llegado tu hora, pero el destino te mataba a dentelladas fieras quizás envidioso de la dicha que nos dispensábamos.
Aún te tengo -y vislumbro esa zona de confort que ha quedado en el recuerdo- en esas noches agotada por el día, con horas de cansancio acumuladas mientras siento tus brazos en torno a mi cuerpo, acunándome en la levedad de un sueño. DIARIO Bahía de Cádiz