Nacemos solos incluso cuando lo hacemos con otros, porque nadie entra en nuestra piel ni nuestro cerebro a menos que le dejemos sitio. La paridad entraña grandes riesgos. No les hablo del amor, ni de la entrega absoluta. Ni de ritos ancestrales, ni de nuevas modas. Les hablo del “usted” y el “yo”. De aquello que nos separa o unifica. No quiero. La reina Alíen no tenía macho acusador, sino huevos. Cierto que solo sabía matar, pero algo tiene que quedarse en el camino.
Algunos días me siento en una segunda o tercera temporada de una serie que fue éxito en su momento, pero de la que ahora ningún guionista se ha atrevido a imaginar cómo será el final. Me atosigan con la realidad de la soledad y la monotonía de que hay que vivir en pareja como si eso fuera la panacea de la felicidad, o los divorcios y las separaciones arreglos cotidianos para el alma.
Nací trabajada -en lunes mañanero- porque el útero de mi madre no quería expulsarme, tal vez sabedor de que una vez hecha la Reina Alíen solo sabe matar… Y cuidar de sus huevos. Eso lo hago de película. Huevos cárnicos y sanotes, extrovertidos o compungidos, eufóricos o depresivos, pero míos a todas horas, concatenados. Disgregadores de mi mente y excusa perfecta para no escribir, o matar, como la reina Alíen.
Era cómodo vivir en pareja, sentirte amado y amar, sin tiempo- ni horas- solo secuencias, ritmo de minutos que se hacían décadas y tardes de otoño vistas por la ventana. También había saltos mortales y disgustos contenidos, pero no parecían guerra cotidiana sino mera tarea de Hércules. Porque compartir esencia te convierte en adicto más que cualquier otro tipo de droga. Sé lo que digo porque soy adicta a poco pero muy entregada.
Nacemos solos y morimos solos, aunque nos acompañen cientos. Sin embargo, algo tan incuestionable es revocado al instante por una verdulera en cualquier soberana esquina criticándote por querer hacerlo de por vida, porque no tienes -ni quieres- eso tan merecido y finalista como es una pareja. La paridad no existe, el tetris sí. Pero es difícil de encontrar. Tanto, que desisto.
Ya no tengo fuerzas, ni la juventud suficiente para afanarme en la Odisea de encontrar alguien que me bese el alma. También he perdido en anteriores batallas los labios, la fe, la esperanza y hasta la última gota de ilusión que rebosaba anteriormente en mí.
¿Qué podría dar en paridad más que amargura y desencanto? Dicho así, asustaría al más cuerdo. Por eso bloqueo cuando me dan la murga preguntándome que por qué no tengo pareja cuando hace cuatro que falleció el amor de mi vida. Es mejor no dar explicaciones y callar al modo ruso de grandes ajedrecista que hablaban -solo- moviendo piezas. No hay paridad en el recuerdo, ni comprensión en la soledad sentida que abraza por dentro. Nada puede darse que antes no se tenga. DIARIO Bahía de Cádiz