Dice la profesora de mi hija que todos tenemos lo mismo ahí abajo, que lo raro sería que tuviéramos pepinos y alcachofas. Pero es que las clases donde hay educación sexual o al menos las palabras claves de “vulva y pene”, son cuando poco estrambóticas. Podrían decirme que es la edad, pero no, porque hagan la prueba y pongan en su estado del wassap o del face alguna referencia sexual o una foto de alguien en boliches picados y ya lo tienen, más mensajes de respuesta y más “me gusta” que si publican algo con dos dedos de frente.
El sexo nos pone, incluso a los niños, que aburren a la Seño Carmen con las risitas cada vez que tiene que enseñar los aparatos reproductores.
Podríamos decir que en eso la vida sigue igual y que la vacuna del papiloma no ha dado sentido común a los ovarios, al igual que la enseñanza en valores no da perspectiva a los machistas.
Como ya peino canas de colores, me acuerdo de cuando me enseñaban a mí y a otras tantas como la Doña, la Esplá, la Cotorruelo y las Baone, plegadas a los uniformes con falditas plisadas y pichi azul marino. Con zapatos gorilas para comprimir los callos virtuales, aderezados con calcetines a juego de marrones. Nos reíamos, entonces, a mandíbula batiente, haciéndole encima preguntas incomodas a la pobre Hermana María, que se sonrojaba más que ninguna de nosotras que ya andábamos muchas ennoviadas y con el virgo al galope.
Ahora en la puerta del colegio de tus hijos, recoges el consolador que pediste de la última reunión de taper sex, o el lubricante o las bolas chinas, y tan contenta que te vas para tu casa, con la sonrisa remilgada de no haber roto un plato.
La sexualidad no es mala es solo que da risa, si va bien y de la floja si se aflojan los tornillos de las palancas de cambio.
La Seño Carmen de mi hija, cuando los niños le tocan ya la cofia de los pelos platino que gasta, con las risitas bobas que todos nos hemos gastado en la adolescencia y que ahora se anteponen a los nueve o diez años, les dice que todos tenemos ahí lo mismo, que lo raro sería una alcachofa o un pepino.
Lo que no les dice la seño Carmen es la suerte que tiene de no tenerlos que aguantar en adolescencia plena, sin santiguarse ni desbrozar, con las ganas al alza, las hormonas enrabiadas y las alcachofas y los pepinos, en el arte de seducir a la inversa.
Tampoco les dice que por ahí hay mamandurrias que creen que lo saben todo, que son machistas de andar por casa, que después se quitan la capa de grasa y sale el diablo cojuelo.
Por eso la señor Carmen se va contenta a su casa los fines de semana, a la salida del viernes del colegio, y en cambio, las madres estamos tocadas de fuga inacabada y recurrente, de presagios de marejadas en costas familiares, sin puerto seguro, porque no hay nada adonde asirse cuando las berenjenas y los pepinos bailan, porque los niños crecen. ¡Pobre hermana María! que santificó su vida aguantándonos a nosotras, arpías de dientes finos, cachondonas de tres al cuarto, que sabíamos lo que era una vulva y un pene, y preguntábamos, porque sabíamos que cataríamos el elemento en el cazo y en cambio la que enseñaba, como muchas veces pasa, no sería maestra más que de libros y tapas. Podría haber titulado este articulo “de vulvas y penes”, y el blog se hincharía de visitas y teclearían el “me gusta”, pero prefiero las alcachofas y los pepinos, vivir para aprender que meterme bolas chinas y leerme el de bolsillo de García Márquez con el que me rio con ganas, en el poyete de acceso al colegio de mis hijos.
Parecería que estábamos hablando de sexo, de vulvas y de penes, pero no, porque solo son recuerdos, enlatados uno tras otro, ni paginados, ni archivados, solo ahora, impresos. DIARIO Bahía de Cádiz