La esperanza nos sostiene y además nos sustenta; pues es la vida misma amparándose, protegiéndose, defendiéndose. Precisamente, la desesperación llega cuando se pierde toda ilusión o coraje por vivir. No obstante, nuestra propia existencia por sí misma es una búsqueda, lo que conlleva un vivo poema de anhelos que llevan consigo una oportunidad, una vigilancia legitima, un deseo tranquilizador que nos entusiasma por muy decaídos que estemos. Veamos algunas acciones. Por la cercanía en el tiempo, ahí está el trascendente Acuerdo de París sobre el cambio climático, que coincidió con el Día de la Tierra, verdaderamente es una realidad esperanzadora. El mismo Director General de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), Guy Ryder, refrendaba nuevos sueños: «Ahora podemos poner en práctica conjuntamente el Plan de Acción para las personas, el planeta y la prosperidad de la Agenda 2030, en el cual el crecimiento económico, la protección del medio ambiente y la justicia social se apoyan entre sí y se persiguen simultáneamente». Así es, se ha marcado el camino de una acción sin precedentes, ya no solo por la suma de líderes congregados, sino por el propósito de dirigirse hacia una economía con bajas emisiones de carbono, que podría generar hasta sesenta millones de empleos adicionales en sectores como la construcción, la agricultura, el turismo y la gestión de los residuos.
En efecto, el Acuerdo de Paris sobre cambio climático es un nuevo pacto con el entorno, con el futuro de nuestro hábitat y con nosotros mismos, en la medida que nos va poner en movimiento para mejorar la vida de todos y de cada uno, habiten donde habiten y sean de la cultura que sean. Lo decía, en la conclusión de su discurso, durante la ceremonia de la firma, Gilbert Houngbo: “Las respuestas políticas al cambio climático -cuando son discutidas e implementadas con la participación y el acuerdo de los representantes de los trabajadores y los empleadores, el gobierno y la sociedad civil- están mejor fundamentadas, son más estables, más fáciles de efectuar, producen mayores beneficios para los recursos humanos y las empresas de cualquier tamaño, así como para la sociedad en general”. Está visto que tenemos que modificar actitudes. El cerebro es un órgano maravilloso y la sociedad carecería de fundamento al no interesarnos los unos por los otros. No es cuestión de seguir divididos entre los que lo tienen todo y los que no tienen nada, entre los que tienen más comida que apetencia y aquellos que tienen más hambre que víveres. Tampoco tiene comprensión alguna que muchos asalariados se enfrenten a una gran presión para cumplir con las exigencias de la vida laboral moderna, mientras a otras personas se les niegue el derecho y el deber a trabajar. Sea como fuere, también es un signo esperanzador que, coincidiendo con el Día Mundial de la Seguridad y la Salud en el Trabajo (28 de abril), se haya tomado como lema el «estrés laboral», reconociéndose como un problema global que afecta a todas las naciones, todas las profesiones y todos los trabajadores, tanto en los países desarrollados como en desarrollo.
El trabajo es esperanza, porque es vida, es descubrir lo que cada cual tiene dentro y ponerlo a disposición del colectivo social. Lo que no tiene sentido es vivir estresado y que nos venza la ansiedad, los pensamientos destructivos, la autoestima se nos baje, y cohabitemos con una sensación de fracaso, sin fuerzas e inseguros para seguir caminando. Por eso, quizás hoy más que nunca, es importante que se impliquen todos los gobiernos, los patrones y también los obreros, en una preventiva cultura activa en materia de seguridad y salud en el trabajo, que cuide y respete el derecho a gozar de un medio ambiente de trabajo seguro y saludable a todos los niveles; a través de un sistema de derechos, responsabilidades y deberes definidos, y con la atribución de la máxima prioridad al principio de la prevención. Una buena gobernanza en materia de seguridad y salud en el trabajo demuestra que la prevención produce sus frutos. En la actualidad, también muchos países rememoran el primero de mayo como el origen del movimiento obrero moderno; otros no lo hacen, pero tienen también sus días, pues el trabajo ha de dignificarnos como personas, pero asimismo ha de buscar la conciliación de los tiempos de trabajo con los tiempos de la familia. Por desgracia, igualmente, el desempleo asfixia nuestra dignidad, la que imprime el propio trabajo, porque estar desempleado no es solamente no tener lo necesario para vivir, ¡no!, es perder hasta nuestra razón de ser, nuestra capacidad de realizarnos, de sentirnos útiles, pues quien no trabaja tampoco descansa. No es de extrañar, en consecuencia, que las personas hayan colocado el trabajo decente entre sus principales prioridades en las consultas mundiales para la Agenda 2030.
Indudablemente, el desempleo es un drama mundial que hemos de atajar entre todos. No hay mayor pobreza material que no permitirle a un ser humano ganarse el pan por sí mismo. Luego está el fenómeno de la explotación y de la opresión, de la falta de derechos laborales, resultado de opciones injustas que pone los beneficios por encima del ser humano, es el efecto de una «cultura del descarte que considera a la persona en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar», como ha dicho recientemente uno de los líderes más carismáticos del mundo, el Papa Francisco, a los participantes en el encuentro mundial de movimientos populares. Todos necesitamos vivir decentemente sin exclusión. Tenemos los medios para llevarlos a buen término. Únicamente nos hace falta sentirnos responsables con los menos afortunados, así como con el medio ambiente del cual toda vida depende. La esperanza, ya se sabe, es lo último que se pierde. Y aunque el paro a nivel mundial permanece inaceptablemente alto, ya que alcanza los dos centenares de millones de personas, mientras que cientos de millones más son mano de obra en precario, o sea clase obrera pobre, no podemos perder la perspectiva de que nos esperan grandes transformaciones. No es un imposible conseguirlo, a poco que nos reunamos en una alianza mundial que aglutine a las empresas, gobiernos y demás agentes sociales, e incluso a la misma sociedad civil, pues, todos y cada uno de nosotros tenemos una misión que desempeñar para garantizar que nadie sea dejado en la cuneta del desprecio, o sea de la marginalidad.
Para empezar a esperanzarnos, si en verdad queremos reducir las cifras del desempleo, todas las políticas del mundo han de apostar decididamente por el pleno empleo. De lo contrario, caminaremos en la frustración permanente, flaqueados y en desgana. Tampoco se puede permitir que la proporción mundial de jóvenes que no trabajan, que no cursan estudios ni reciben formación, sea de más de uno cada cinco. Por otra parte, urge emprender una acción urgente en todo el mundo para crear una cultura de prevención laboral, puesto que cada día aumentan las enfermedades profesionales, los accidentes y las lesiones. Nos alegra, sin embargo, que haya disminuido la población infantil del mundo que se ven obligados a trabajar. Todavía es preocupante el estancamiento de los salarios como una cuestión de justicia y de aminorar las desigualdades. Es verdad que la paciencia nos relaja, pero a veces estamos como sobre una cuerda tirante. Y, esta incertidumbre, aparte de provocarnos miedo y fraccionamiento, nos acarrea también desasosiego sin saber a dónde voy y de dónde vengo, cuando lo que necesitamos es un torrente de energía moral para incorporarnos todos en la construcción de un planeta más habitable con unos moradores más solidarios entre sí. DIARIO Bahía de Cádiz