Me dije hace tiempo que no iba a hablar de las redes sociales, porque claro, como voy a despotricar sobre algo que es tan cotidiano. Porque reconozcámoslo, somos muchos, somos más, los que prácticamente dependemos de esa continua conexión con todo y con todos. Pero no tengo voluntad ninguna, me ocurre como con la dieta de cada lunes, y aquí estoy, reflexionando sobre ese mundo paralelo en el que vivimos, como algo irremediable.
Y es que Mark Zuckerberg es el demonio. Sí. Lo es. Es inteligente y perverso. Nos tienta. Nos pierde. Y nos maneja a su antojo. Nosotros no somos tan inteligentes, y en cuanto a perversión, tenemos la dosis justa para que Facebook nos enganche como lo hace.
Este neoyorkino treintañero ha dado en el clavo. Ignoro si domina la psicología, si conoce los recovecos de la mente y el corazón del ser humano. Creo que no, que ha sido un golpe de suerte, y entre programa y programa, ha dado con la fórmula secreta: la composición del alma.
Todo es un algoritmo, y todo es cuantificable: el narcisismo, los complejos de superioridad, de inferioridad, la neurosis, la envidia, el exhibicionismo, los traumas de la infancia, los celos, los impulsos sexuales, etc.
Antes, los chismes olían a sábanas tendidas en el patio de vecinos. Y se ventilaban, se aireaban, de boca en boca. Dolía todo, claro, pero al menos, no quedaba constancia, no estaba escrito. Las palabras se las llevaba el viento. Y si se quería olvidar una ofensa, con esfuerzo, se podía. No había imágenes compartidas, ni etiquetas a las claras. Antes, la ironía se trabajaba de otra forma, y las indirectas se acompañaban de una mirada, un gesto, más o menos socarrón, más o menos hiriente, dependiendo del contexto, o de la bronca.
En Facebook no huele a nada. Y todo parece muy frío, muy aséptico, muy impersonal. Pero cada uno muestra lo que quiere mostrar. Entraña el peligro que acarrea creer reales los espejismos, amigos que no lo son, o el refugio de la soledad frente a la pantalla, cuando lo cierto es que no hay refugio, sino una sobreexposición, una desnudez, una desprotección de la que no somos conscientes.
Somos usuarios, unos más sensatos que otros. Pero todos estamos en la red de Zuckerberg. Por estrategas que nos creamos, siempre habrá huecos, fisuras por las que se pueda colar algo, o alguien para hacernos daño. El algo, es la información. Y cuando me refiero a alguien, allá cada uno con su lista de contactos.
La información es positiva cuando a través de ella se consiguen cosas positivas: conocer gente interesante, encontrar trabajo, tener contacto con la familia que vive lejos, lograr el reencuentro con viejos amigos, etc.
La información es negativa cuando nos llegan datos que, si los desconociéramos, seríamos más felices, como por ejemplo, saber que esa persona, o personas (que pueden ser unas cuantas, y lo peor, todas unidas en Facebook entre sí) que nos ha herido se lleva estupendamente con otra u otras, con la que nos ilusionamos, con las que estamos comenzando una amistad, o, simplemente, saber que ese amigo que te puso una excusa para no quedar contigo, en realidad está en la playa con otra gente.
Son pequeñas lesiones que, en la vida real, no tendrían que ser mortales. Pero que, para según qué usuarios más masoquistas, se pueden convertir en fuente de neurosis. Facebook es peligroso, porque genera paranoia. Y no lo digo yo. Lo dicen estudios serios y sesudos.
La red de Zuckerberg, también, se alimenta del deseo irreprimible de fardar que todos tenemos: fotografías de viajes maravillosos que tenemos que enseñar, porque si no, no tendría sentido viajar, de todo lo que comemos, de todo lo que compramos, de los conciertos y espectáculos a los que vamos, de lo guapos que son nuestros hijos, de lo precioso que es nuestro gato o perro, de nuestro blog con maravillosos textos, de las películas que vemos, y así un largo etcétera de pamplinas (o no) que tenemos que compartir para sentirnos importantes, menos solos, más únicos.
Y Mark lo sabe. Y Satanás también. Y emponzoña cada comentario irreflexivo para conseguir el caos, para dividir y vencer, atentando directamente a las susceptibilidades y a la sensibilidad más a flor de piel.
Si en la calle, en la otra acera, vemos a alguien que no deseamos saludar, tenemos la opción, de hacernos “los locos”, con más o menos arte. En Facebook es imposible. Deben contestarse los mensajes. Debe haber una reciprocidad, interacción, esperan los otros un “me gusta”, de vuelta. Debemos aceptar si te pide amistad el amigo de la amiga del amigo un buen amigo. En caso contrario hablará de nosotros la grosería.
De Facebook no es posible huir, o perder el contacto sin que haya sangre. Son “reglas”, “normas”, subliminales, pero ahí están. El borrar, bloquear incluso, a un contacto, por los motivos que sean, es declarar la guerra virtual. Una ofensa en toda regla.
Y miedo me da pensar en todos los malos entendidos, en todos los enfados por no compartir un café con contacto visual al hablar de un tema más o menos delicado.
Zuckerberg es el demonio. Pero nosotros no nos quedamos cortos, pues usamos sus herramientas de forma errónea las más de las veces. Y pecamos. Pecamos mucho. Lo malo es que nos gusta, pero nos puede destrozar.
Cuando me dicen que Facebook tiene su lado “humano”, por defender la cara buena del asunto, considero que es una perogrullada, porque es ahí, precisamente, donde radica su peligro, en el exceso de humanidad de Facebook, donde se ponen de manifiesto todos los aspectos que nos diferencian de los animales, y, en muchas ocasiones, más quisiéramos parecernos un poco a ellos, y vivir en paz.