Tenía preparada otra columna que ofrecerles hoy, pero ayer tarde volví a ver ‘El Doctor Zhivago’ y no puedo dejar de contarles lo que esta película supuso y supone para mí. La vi por primera vez con doce años y creo que con ella descubrí el cine con mayúsculas.
Recuerdo nítidamente cómo me impresionó la escena de la manifestación: a un lado la gente avanzando silenciosa portando pancartas en las que piden pan y trabajo, al otro la Guardia Imperial en formación, en el medio sólo la nieve blanca sin rastro de pisadas y el balcón al que se asoma Yury Zhivago. Cuando comienza la carga contra los manifestantes la cámara se traslada a los ojos de Omar Sharif y son sus ojos los que nos muestran el horror de lo que sucede. Sus ojos y el ruido de sables de fondo. Cuando vuelve al escenario de la matanza sólo nos deja ver el rastro de la sangre sobre la nieve blanca. Sangre de hombres, mujeres y niños que sólo pedían pan en una Rusia en la que aún existía la esclavitud. Aquí, en Europa, en el siglo XX. En el siglo en que ustedes y yo nacimos. La escena con que Boris Pasternak y David Lean recuerdan a las víctimas de aquel ‘Domingo Sangriento’ de 1905. Un ingrediente más del caldo de cultivo que propició la revolución de 1917.
Repleta de personajes impagables y escenas antológicas, la película se va contando a través de los ojos y la mirada de los dos protagonistas. La mirada azul de Lara (Julie Christie) y la intensa mirada del doctor Zhivago (Omar Sharif).
El ambiente asfixiante del viaje en tren, en el que hacinados soportan miles de kilómetros hasta llegar a los montes Urales, a través de la imponente estepa rusa. El “General Blanco”, omnipresente invierno ruso, rodea la antigua mansión de Varýkino, en medio de la nada con los aullidos de los lobos de fondo, en otra de las escenas más sobrecogedoras. Allí, Yury, se reencuentra con el viejo escritorio donde aprendió a escribir. Papel, tinta y plumas permanecían esperando en su interior. El regalo inesperado que le permite volver a escribir sus poemas.
Al final de la larga película, el narrador y hermano del protagonista, se encuentra en el cementerio. Gran cantidad de personas acuden a presentar sus respetos al Doctor Zhivago -cuya obra no se había publicado por considerarla en aquel entonces “contrarrevolucionaria”- pero “no hay nada que ame más el pueblo ruso que la poesía”, nos explica.
Una frase final, cientos de escenas, el maravilloso tema de amor de Lara resonando en mi cabeza y la inmensa sorpresa de encontrar en la biblioteca familiar toda la literatura rusa. Maravillosa herencia de mis abuelos completada por mi padre. Pushkin, Gógol, Dostoyevsky, Tolstóy, Chejov, Turguenev, Lermotov, Gorki…La novela con mayúsculas, la más increíble de las poesías. Pasión familiar compartida que me descubrió la historia y la intrahistoria rusa.
Libros con pastas de piel o tela y hojas de “biblia”, para dar cabida a las interminables historias de Tolstóy. Los Hermanos Karamazov, también envidiablemente llevada al cine. Todo Dostoyevsky, todo. ‘Almas Muertas’ de Gógol, imprescindible para conocer el alma rusa. Chejov y sus relatos maravillosos. Miles de personajes únicos que forman parte de lo que soy. Los rusos son un pueblo sin suerte, me decía mi padre. Nosotros también, por eso creo que aquí y allí han florecido las artes y el amor a la belleza como en pocos otros sitios.
Un pueblo que ama la poesía tiene que ser un gran pueblo.
Fdo: Susana Aristidova. DIARIO Bahía de Cádiz