CARTA AL DIRECTOR enviada por: Pablo Sánchez Abascal, de Cádiz
La política es, en su esencia, la resolución de conflictos de interés mediante la vía del diálogo. ¡Y punto! Un tira y afloja en el que tanto se cede como se recibe; ese equilibrio maquiavélico en el que ninguna de las partes queda del todo satisfecha pero, al mismo tiempo, ambas quedan parcialmente satisfechas. Un cuasimilagro vespertino que se sostiene en el principio de la contradicción intrínseca que implica el defender dos puntos de vista sobre una misma realidad. Eso es en esencia la política: contradicción. Sin embargo, contradicción de la buena, de esa que genera soluciones, de esa que se empodera en su carácter diplomático y embaucador para permitir ese justo aristotélico que sin existir, existe en su no existencia. Bueno, en definitiva, la política es un cuasimilagro orientado a posibilitar lo que de por sí, es nacido de lo imposible.
En los años veinte de este siglo XXI parecen haberse consolidado los movimientos libertarios que tanto empuje teórico tuvieron hace algunos decenios. De esta manera, nos encontramos con líderes políticos como Abascal, Trump, Bolsonaro, Åkesson o Meloni. Unos líderes políticos que, además de compartir una visión económica sobre el cauce de la distribución de la riqueza –sin ahondar en posiciones socioeconómicas que atañen a su justificación práctica– comparten también un principio teológico común que moviliza a una gran parte de su electorado: son unos acérrimos cristianos.
Ya se sabe que el cristianismo se enraizó en los pasadizos de las catacumbas romanas y que, tras el edicto de Milán en el año 313 d.c., pasó en poco tiempo de la vida pública del imperio Romano a ocupar lugares reservados a las clases más pudientes de la sociedad. No obstante –y volviendo a la actualidad que nos atañe–, hoy me rondó por la cabeza un pensamiento sobre el que he tenido que reflexionar una buena parte de este día primaveral. Resulta que las políticas actuales libertarias proponen un control mucho más severo sobre el flujo de la inmigración ya que existe una notable preocupación por el comportamiento social de aquellos inmigrantes que “carecen” de los principios de regulación social que se presuponen dados en las civilizaciones más occidentales.
Pero resulta también que, el axioma religioso que se refleja en las propuestas por el respeto a la vida de un embrión que ha sido engendrado en el útero de una mujer, u otros principios establecidos en la cultura occidental como ir a misa los domingos, celebrar el veinticuatro de diciembre por el nacimiento de Jesús o recordar la semana de la pasión de Cristo, son el resultado de la herencia y el apoderamiento de una religión cristiana que ni pertenece a los orígenes europeos, ni surge de sus propias entrañas.
De hecho, Jesús de Nazaret nació en Belén, a pocos kilómetros de Jerusalén, la actual camilla de experimentos en la que nadie se atreve a meter mano para no manchárselas de sangre (¿recuerdan a Pilatos?). Resulta además que en Europa se dispuso durante cientos de años de sus propios dioses, sirvan de ejemplo los griegos, los romanos o los nórdicos de Asgard. Esos dioses quedaron olvidados cuando el desarrollo científico puso de manifiesto que no se podía pretender llamar a la lluvia ni pedir por el retorno de un guerrero caído en la batalla.
Eso, hace ya mucho tiempo, se vio superado por un conocimiento experimental y científico de la realidad en la que se comprendió el funcionamiento del ciclo del agua o la impertinencia de la muerte. Abascal, Trump, Bolsonaro, Åkesson o Meloni proponen cambiar el rumbo de España, Estados Unidos, Brasil, Suecia e Italia, respectivamente, a la vez que piden –y eso hay que reconocérselo– que nos agarremos a una política económica libertaria que enarbole una religión prominentemente cristiana y que proyecte su sombra en las bases de la sociedad. Una religión cristiana que procede del vecino Medio Oriente y del que ahora se nos quiere proteger derribando los puentes que se fueron cuidadosamente construyendo durante los últimos años del siglo XX.
Tengo que reconocer, ya para terminar, que puedo estar más o menos en desacuerdo con que los puentes que se construyeron entre ambos mundos pueden estar ya obsoletos, quizá en mal estado o hasta que tengan podridas las estructuras los sostienen; sí, eso puedo comprenderlo pero, derribar un puente sin tener un plan de reconstrucción es, como dice la del kiosco de la esquina de mi barrio “pan para hoy y hambre para mañana”.
No se crean, no, que mi intención no es la de crear controversia –pues ya la política que es en sí contradicción la crea por si sola– pero, sí al menos poner sobre la mesa un par de argumentaciones que nos hagan comprender que sin diálogo no hay premio y que vivir sin religión sería nuestra más bella recompensa. DIARIO Bahía de Cádiz