Casualidades de la vida. Hoy es el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Las Naciones Unidas establecieron que fuera el 8 de marzo de cada año cuando el mundo entero debía tomar conciencia de que las mujeres sufren una discriminación intolerable que las condena a ocupar en la sociedad un lugar secundario que muchas veces raya en los aledaños de la esclavitud. Efectivamente, fue el 8 de marzo de 1908 cuando más de 120 mujeres, costureras que ejercían su trabajo en la fábrica Cotton Textil Factory de Nueva York, murieron achicharradas porque los dueños de la fábrica las encerraron en una nave donde las costureras se habían declarado en huelga. La nave donde estaban prisioneras salió ardiendo. Puertas y ventanas estaban cerradas desde afuera. Salir de aquel infierno fue imposible.
Pero el 8 de marzo también es el día en que se celebra la onomástica de un santo muy singular: San Juan de Dios. Debo manifestar que me encanta este nombre porque me subyuga el santo que lo lleva. Tal vez no sea casualidad que este personaje sea el patrono de los bomberos porque, como hacen cada día estos admirados servidores públicos, un día del año 1545, desafiando las llamas, salvó de morir por un incendio a los enfermos hospitalizados en el Hospital Real de Granada.
Juan Ciudad, que este es su verdadero nombre civil, es igualmente patrono de médicos y enfermeras, pero me atrae especialmente que sea el protector de los establecimientos donde residen los dementes. Casi todos los manicomios españoles están regidos por los Hermanos de la Orden Hospitalaria que fundó el santo en el año 1572. Me encanta pensar -y perdónenme la mezcla tan heterogénea que realizo- que el día de la Mujer Trabajadora lo sea en conmemoración de aquellas 120 mártires que murieron abrasadas defendiendo sus derechos laborales. Y que ese mismo día recordemos también a un “loco” que henchido de amor, se arroja a las llamas para salvar a los enfermos que no podían moverse de sus camas mientras las llamas lamían sus tullidos cuerpos. Yo no sé si las heroicas mujeres huelguistas de la fábrica neoyorquina estaban locas o no. Posiblemente lo estarían porque había que tener mucha fuerza, mucho coraje y mucha valentía para enfrentarse a un mundo de hombres egoístas que eran el fruto perverso de su tiempo. Hay que bendecir y propiciar en nuestra vida diaria un cierto grado de locura porque como acertadamente dijo Albert Camus, “Donde reina la lucidez, la escala de valores es inútil.”
La mujer gitana, tabernáculo sagrado de nuestra cultura
Sí, posiblemente el titular de este párrafo sea un poco exagerado, pero no encuentro otro mejor para rendir tributo de respeto, admiración y gratitud a las gitanas que conozco y a las que sin conocerlas les hago poseedoras de nuestros mejores atributos. Sin ninguna duda la mujer gitana ha sido y sigue siendo la depositaria del legado cultural que da señas de identidad a nuestro pueblo. Somos gitanos porque nos llevó nueve meses en el vientre una mujer y durante todo ese tiempo la carga genética que se intercambia entre la madre y el feto, mediante los diferentes cromosomas de todas y cada una de nuestras células, actúan mediante el ADN. Que el papel del padre es igualmente determinante ¿quién lo puede negar? Pero entenderá el amable lector que no es a eso a lo que quiero referirme en este comentario. El padre, es decir, nosotros los hombres, depositamos nuestra semilla. Función indispensable para que la vida continúe, pero quien lleva la parte más destacada es la madre porque ella -ahora sí- es el tabernáculo sagrado donde la vida se hace posible.
Pero hay más. En algún sitio he leído que en la prehistoria de nuestro pueblo, los gitanos constituíamos un matriarcado. No lo sé y tampoco me preocupa. Sí sé que gracias al papel que las gitanas han jugado en el seno de nuestras familias, nuestras costumbres, nuestras tradiciones, nuestra cultura, en una palabra, han sido salvaguardadas y transmitidas de padres a hijos a lo largo de la historia. A veces pienso si Montesquieu no estaría pensando en las mujeres gitanas cuando escribió aquella sentencia tan famosa: “Las costumbres hacen las leyes, las mujeres hacen las costumbres; las mujeres, pues, hacen las leyes.”
Ella fue una gitana dura ante la vida, pero al mismo tiempo sensible para la protección de sus hijos.
Aunque lo que voy a referir a continuación pertenece al recuerdo de mi infancia y primera juventud, su contenido podría extenderse igualmente a la mayoría de las gitanas de aquella época.
Mi madre, como toda mi familia, era analfabeta. Se quedó viuda siendo muy joven. Éramos extraordinariamente pobres. Pobrísimos. Transcurrían los últimos años de la década de los cuarenta y principio de los cincuenta. Y conseguir cada día algo de comida para sus hijos era una verdadera odisea. Pero ella nunca se arredró. Por las mañanas salía a dar una batida por los campos cercanos a nuestro pueblo. En nuestra humilde casa me quedaba yo, que era el mayor, con mis hermanos. De nosotros cuidaba la “tata” que era una vecina amiga de mi madre y que nos había cogido cariño. A veces tardaba en llegar y nosotros, como un ramillete de pollitos hambrientos, escudriñábamos a través de una ventana por ver si la veíamos aparecer por un extremo de la calle. Y sí, más tarde o más temprano aparecía y casi siempre venía cargada de comida. ¿Cómo la conseguía? Suponemos que pidiéndola a los campesinos o desarrollando algún trabajo en sus casas. Otras veces, cuando cansada y polvorienta volvía a casa y la comida o la fruta que traía era poca, yo no podía evitar pensar que la había conseguido porque se “la había encontrado abandonada” en algún lindero del camino. (¿)
Todos los gitanos sabemos que en algunas familias son las mujeres gitanas quienes sostienen económicamente las casas. Cuando el marido no encuentra trabajo y los hijos son pequeños son las mujeres quienes se echan al hombro el género y van vendiéndolo puerta a puerta entre el vecindario del pueblo. Esto también lo hizo durante muchos años mi madre. Todo su capital para invertir eran 25 pesetas de entonces. Esta cantidad, hoy ridícula, era un dinerito en los años cincuenta. Recuerdo que un día hice mi primer viaje con ella. Fue a San Fernando, importantísima ciudad que es sede del Departamento Marítimo junto al de Cartagena y el Ferrol. Yo debería tener unos 10 u 11 años. Fuimos a una tienda de venta de tejidos que ella ya conocía llamada “La Salvadora” y compramos con aquellas 25 pesetas un corte de traje de caballero de una pésima calidad, conocida como “tela de tempestad”. Al día siguiente ella salía al campo a vender aquella pieza de tela de la que decía que era “pura lana de Manchester”. Nunca supe donde aprendió a decir eso “de Manchester”. Un día se lo pregunté y su respuesta fue decirme: “niño, eso quiere decir que esta tela es muy buena”. Por lo general mi madre era una buena vendedora -casi todos los gitanos lo somos, con perdón- y solía sacar por aquella joya de “tempestad” unas 75 pesetas. Magnifico capital que le permitía reservar 25 pesetas para comprar nuevo género y destinar las otras cincuenta a que pudiésemos comer abundantemente unos cuantos días.
¡Cosas de la vida! Mi buena madre que murió muy joven, con 46 años, hubiera sido merecedora del Nobel de economía que muchos años más tarde consiguió Mohamed Yunus, creador del Banco Grameen. Este banco y su fundador se han distinguido por conceder sus microcréditos principalmente a las mujeres. De sus más de siete millones de prestatarios, el 97% son mujeres. He leído en “Cinco Días” que “La justificación es que las mujeres son más cuidadosas de emplearlos en actividades con certeza de que les sirvan para responder a las necesidades de la familia.”
Pero me resisto a terminar esta secuencia de la vida de mi madre, mujer, gitana y luchadora, sin contar una anécdota que, seguro, debería ir marcada en su ADN. Un día volvía a casa desde la Plaza de Abastos de mi pueblo. El día anterior había logrado vender uno de sus “trajes de pura lana de Mánchester” y, por lo tanto, disponía de dinero para darnos una buena comilona. Compró un jurel que es un pescado que puede llegar a pasar varios kilos y lo paseó orgullosa, cogido por las agallas, atravesando la calle principal de mi pueblo. Pero antes de terminar su paseo triunfal se le acercó una buena mujer que nos conocía y con la mejor buena voluntad le dijo:
― Mira, Salud -que así se llamaba mi madre- ¿Por qué te has gastado el dineral que te habrá costado este pescado enorme? ¿No ves que os lo comeréis todo hoy, y mañana qué? ¿No habría sido mejor que hubieras comprado un kilo o dos de boquerones, o de sardinitas? De esa forma tendríais pescado para hoy y para mañana y para algún día más.
La respuesta de la buena gitana brotó instantánea tirando por tierra todas las teorías economicistas que en el siglo XX habían defendido personalidades tan importantes como John Khenntk Galbraith, Paul Samuelson, Friedrich Hayek, John Maynard Keynes o el mismísimo Milton Friedman.
― ¡Ojú, gachí!, ¿qué dices? Con el hambre que han pasado mis niños ¿cómo les voy a privar de que hoy se coman el mejor pescado que hay en la plaza? Mañana, Dios dirá.
¡Gloria, pues, a todas las mujeres del planeta! Ellas están librando una gran lucha por la justicia y la igualdad. Lucha que deberíamos hacer nuestra todos los hombres. Y deberíamos aliarnos con ellas, aunque solo fuera por egoísmo machista. Ya lo advirtió Napoleón Bonaparte que de batallas sabía la tira: “Las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo.” DIARIO Bahía de Cádiz
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