CARTA AL DIRECTOR enviada por: Pablo Sánchez Abascal, de Cádiz
Sí, me gustan mucho los peques y, cada vez que veo a un padre, una madre o una pareja que acaba de tener uno, pienso para mis adentros: gracias, gracias de verdad por haber traído al mundo a un nuevo contribuyente que aportará su granito de arena para el mantenimiento de mi futura pensión.
Y eso es lo que pienso desde que, en los últimos años, se anuncia por activa y por pasiva una notable bajada en los índices de natalidad en la mayoría de los países desarrollados de nuestro entorno –también en el nuestro, claro–.
En realidad, debo reconocer que yo mismo decidí hace ya muchos años –seguramente desde que tengo uso de razón y valoré la posibilidad o no de tener hijos– que la paternidad no era ni una tarea fácil ni algo para alguien como yo. De hecho, me resulta curioso que mis escasos pero firmes e inquebrantables argumentos se mantengan intactos a pesar del paso del tiempo, incluso cuando, al exponerlos en público, me llueven miradas y comentarios como chuzos de punta: demasiado trabajo, poco dinero.
Pensándolo de forma realista, quizá calculadora –que no fría–, nunca me han cuadrado las cuentas. Un hijo implica, como no puede ser de otra forma, una inversión de tiempo y esfuerzo personal que no genera, ni de cerca, los beneficios que anhelo en mi vida; es decir, la relación inversión-beneficio me sale completamente en cifras negativas, vamos, como se suele decir en lenguaje llano, números rojos por todas partes.
Aquí me toca hacer un breve inciso para aquellos padres o críticos empedernidos que, de manera recurrente, esgrimen argumentos como el del “amor incondicional” o –otro clásico– “¿qué vas a hacer cuando estés viejo y completamente solo en este mundo?”. No piensen que estoy, de forma generalizada, en contra de tener hijos. Este texto solo hace referencia a una elección personal, privada o, como dicen algunos carnés de clubes exclusivos a los que alguna vez he pertenecido, intransferible. No, en absoluto estoy en contra de que la mayoría de la gente tenga hijos –aunque, particularmente, creo que algunos deberían tener un carné que los acreditase como aptos para la crianza, pues su falta de responsabilidad acaba, pasados dieciocho años, recayendo sobre el resto de la sociedad–. En cualquier caso, y como ya mencioné anteriormente, agradezco que traigan al mundo nuevos contribuyentes para el sustento de mi pensión. Sin embargo, en mi caso particular, una vida sin hijos es lo más divertido y satisfactorio que me podría haber sucedido. De eso, a mis cuarenta y cinco años, no me cabe ninguna duda.
Miren, habiéndoseme pasado el arroz –porque con esto de la igualdad de género deberíamos también aplicar el término a los hombres, para que no se sientan discriminados ni sea solo una expresión despectiva hacia la mujer–, debo decirles que me encanta mi vida. Disfruto de mi trabajo, mis amigos, mis viajes, mis libros, mis periódicos, mi entrenamiento, mis paseos, mis fiestas, el placer de comer en restaurantes, dormir hasta que me despierte el hambre y, en resumen, de mis idas y venidas y del largo etcétera de actividades que conforman y enriquecen mis días. Mi tiempo es para mí y, cuando me apetece, lo comparto con quien quiero y quien quiere estar conmigo –por suerte, mi red de amistades y familiares es tan extensa como Castilla–.
Si les soy sincero –y también por fortuna–, el amor lo experimento cada día, cada instante, incluso ahora, mientras redacto esta columna. Además, trabajo con adolescentes de entre 16 y 19 años, lo que me proporciona una vitalidad que me mantiene –o al menos así lo siento– tan joven como uno puede sentirse cuando llega al final de lo que empiezo a considerar el primer tiempo de mi partido de fútbol. Y también les digo que, llegada la hora de salir del instituto, me tomo una cerveza a veces, entreno otras, y disfruto con mi mujer de fantásticas, largas y tendidas tardes de paz, amor y tranquilidad.
Por supuesto, discutimos, porque el monte no es todo orégano y no quiero que vengan los críticos a decir que lo pinto todo de rosa, pero solemos reconciliarnos de la mejor manera posible.
Para no extenderme demasiado, solo quiero decirles que tengan hijos si así lo desean. Seguro que es una sensación preciosa abrazar a su hija, escuchar su voz o verla crecer y experimentar la vida con el paso de los años. Yo, personalmente, no lo necesito y prefiero mantenerme al margen. En cuanto a la temida soledad en la vejez, ¿qué quieren que les diga? No creo que me quede completamente solo. No viene al caso contarles toda mi vida, pero sí puedo decirles que si usted es de los que tiene hijos para no quedarse solo en la vejez y, de paso, para que le limpien el culo cuando ya no pueda hacerlo, entonces, desde mi humilde punto de vista, es usted un tremendo egoísta y un gran hijo de puta.
Sepan también que la soledad elegida no tiene por qué ser total. Lo absoluto es algo dramático que evito con perspicacia en mi vida. Por el contrario, la soledad es una gran fuente de inspiración que aprecio, deseo y que enriquece profundamente la agradable vida que he vivido hasta hoy.
Sin más que contarles y desde el fondo de mi corazón, tengan hijos y aporten su granito de arena a la pensión que recibiré –si no acontecen desgracias de por medio– pasados algunos años. Tengan hijos, pero piénsenlo bien antes para que ni ustedes ni ellos se conviertan en infelices que vivan una vida por obligación, sin capacidad de elección ni poder sobre su destino. Y si, por el contrario, deciden como yo no traer descendencia a este mundo, disfruten de su tiempo como les venga en gana y, para que nadie se ofenda, tanto de sus cojones como de sus santos ovarios. DIARIO Bahía de Cádiz