Que los toreros están hechos de una pasta especial es algo que el resto de los mortales reconocemos sin la menor duda. Estos hombres, héroes e incluso dioses de otras épocas, se recuperan generalmente casi de forma milagrosa ante grandes traumatismos que a cualquier mortal nos mantendría largos periodos de tiempo inactivos. La cirugía taurina, a la vez que la general, ha evolucionado y evoluciona con los tiempos en función a lo mucho que se invierte en investigación. Sin embargo, hubo un descubrimiento de extraordinario mérito que teniendo en cuenta los tiempos que se vivían, los medios y el escaso interés que se prestaba a la investigación supuso por su importancia un antes y un después en la ciencia médica, fue la penicilina.
La penicilina es un antibiótico que procede del moho u hongo de cuyo nombre deriva, Penicillium Notatum. Hubo un tiempo en el que toreros y doctores temían más por las infecciones, que se provocaban tras la cogida, que por ésta en sí, al ser los cuernos de los toros grabes portadores de gérmenes. Hasta la aparición del fármaco era el agua la que hacía funciones de desinfectar la herida, siendo el hule la tela impermeable que cubría las camillas de los quirófanos de entonces, de hay expresiones como “ir al hule” o “va a haber hule”. Su descubrimiento hizo a la medicina una ciencia mucho más segura, a la vez que acortó los periodos de convalecencia de los pacientes.
Su descubridor fue el doctor Alexander Fleming que nació en el seno de una humilde familia campesina en Ayrshire, Escocia, el 6 de agosto de 1881. Huérfano muy joven, con 13 años marchó a continuar sus estudios en Londres junto a un hermanastro médico allí residente. Empezó cursando sus estudios de cirugía en la Universidad de Londres hasta que los cambió por los de bacteriología y química en el Hospital de Santa María en 1902 en la misma capital. Se alistó y participó en la I Guerra Mundial en la Royal Army Medical Corps llegando a estar destinado en Francia. Finalizada la contienda volvió al hospital donde se formó, Santa María, para continuar lo que era su vida y su trabajo, la investigación de las bacterias. Era una tarde de septiembre de 1928 cuando en plena conversación con un compañero de forma casual observó atónito y perplejo como en un recipiente de cultivo habían caído una motas de un moho de color gris que habían acabado con las bacterias que tenían próximas. Consciente de la importancia del descubrimiento, en febrero de 1929 expone por primera vez sus estudios en el Club de Investigaciones Médicas de Londres con poco éxito. En el mes de mayo lo publica en la revista Journal de Patología Experimental con el mismo desinterés por parte de sus colegas, siendo considerada hoy día esa misma tesis todo un clásico en la materia.
A pesar de todo, Fleming continuaría en sus estudios sin llegar a probar su descubrimiento en seres vivos. No fue hasta 15 años después, en Oxford, cuando el patólogo australiano H. W. Florey y el químico alemán E. B. Chain, ambos refugiados en Inglaterra, continúan con la investigación a partir de 1939 gracias a una importante subvención. No sería hasta 1941 cuando los trabajos realizados empiezan a dar un resultado satisfactorio en humanos. El aumento en la inversión y el interés por desarrollar el antídoto vino desgraciadamente con la aparición de la II Guerra Mundial, siendo un campo de pruebas extraordinario en enfermedades como la sífilis, la tuberculosis, la gangrena o la neumonía.
Es curioso que el descubrimiento médico más importante para la humanidad y que más vidas ha salvado a lo largo de la historia pudo ser en principio fruto de la fortuna, refrendando posteriormente por duras horas de trabajo y esfuerzo. Este genio de la medicina, modesto y despistado, quien decía que más que descubrir la penicilina se “tropezó con ella”, fue distinguido con multitud de Galardones y Medallas de Oro en agradecimiento a su constante dedicación a la investigación y a los resultados obtenidos. Doctor Honoris Causa en más de 30 universidades, Miembro Honorífico en casi todas las sociedades médicas y científicas del mundo, en 1944 la corona Británica le otorga el título de Caballero o Sir, en el 45 Premio Nobel de Fisiología y Medicina, compartido junto a sus sucesores en la investigación los doctores Florey y Chain, España en 1948 le otorgó la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio.
Rara es la ciudad que no tiene una calle en recuerdo a uno de los más grandes benefactores de la humanidad, quien contribuyera al aumento en la esperanza de vida y a reducir la mortandad infantil. Como no podía ser de otra forma, también tuvo en nuestros país el reconocimiento de un gremio especial, agradecido de condición, como es el de lo toreros. Fue la Asociación y Montepío de Toreros quien tuvo la iniciativa de homenajearle con un grupo escultórico que se encuentra a un extremo de la explanada que preside la Puerta Grande de la Monumental de las Ventas inaugurado el 14 de mayo de 1964. La escultura consiste en un busto de medio cuerpo del Doctor y frente a él un imaginario torero ofreciéndole un brindis. En la columna que lo sostiene unas palabras tan sencillas como sentidas “al Dr. Fleming en agradecimiento de los toreros”.
Este doctor, al que le podrían acompañar todos los adjetivos que pudiésemos imaginar para exaltarle, falleció de infarto el 11 de marzo de 1955. Con honores de héroe fue enterrado en la cripta de la Catedral de San Pablo en Londres, junto a Lord Nelson o al Duque de Wellington entre otros, este pedazo de torero que fue Sir Alexander Fleming.