CRÍTICA LITERARIA. A final del año 2016, la autora canaria MariPino García Cabrera obtuvo con el seudónimo de Cat Maday, el Premio Internacional para Obras de Teatro Joven, en la primera convocatoria de este premio instaurado por la editorial gaditana Dalya para “favorecer la creación de piezas teatrales destinadas al público joven”. El jurado premió la obra, titulada La mochila, por la “positiva visión sobre la amistad entre los jóvenes, el amor que surge entre ellos, su actitud ante el dinero, sus reflexiones sobre la forma de vida que les proponen los adultos, y por la riqueza emocional y humanismo que transmite”.
En poco más de seis meses, la compañía grancanaria D’hoy Teatro ha montado La mochila para su representación, adaptada y dirigida por Tito Alemán, reputado actor y director de escena. Con la première de La mochila en puertas, Dalya ha publicado también el libreto de la pieza teatral, que sirve de base para la crítica que aquí se expone.
La autora sitúa la acción en un parque, a la salida de en un colegio de secundaria. Los protagonistas, Vanessa, Hugo, Alex y Laura, acaban de terminar sus clases y, como es habitual, se encuentran y conversan entre ellos antes de retornar a casa; pero el descubrimiento de una mochila con muchísimo dinero cambia todos sus planes y genera nuevas expectativas para sus vidas. Aunque todos sus sueños se vienen abajo al final, en el proceso de cómo gestionarlos aprenden lecciones sobre el amor y la camaradería que ponen en práctica al volver a la rutina diaria.
La aparente simplicidad de la trama argumental resulta engañosa porque las digresiones temáticas se multiplican y cada escena de la obra ofrece nuevas y excitantes facetas personales de los jóvenes. En conjunto, La mochila confronta cuatro arquetipos diferentes de jóvenes, en plena maduración todos ellos pero con hondura de planteamientos vitales. Cada uno de los personajes representa también un modelo de vida familiar, no siempre ejemplar, a la vez que en el transcurso de la acción se muestran diferentes –a veces opuestas- formas de enfrentarse a los problemas.
Aunque la autora traza los caracteres juveniles con perfiles nítidos y realistas, sorprende la tesitura de nivel alto en el que se mueven los diálogos “reflexivos”, sobre todo cuando apuntan los protagonistas en dirección a sus proyectos de futuro. Abundan las referencias al valor de las normas, la educación, la importancia del dinero, y los modelos de vida que conocen. Como consecuencia, en esos diálogos surge un sinfín de reflexiones que aportan frases como “Yo no entiendo el empeño de los mayores en enseñarnos a ser como ellos: egoístas e infelices” o “La vida es una secuencia de aprendizajes que se alimentan de sueños”. Sin duda, La mochila va más allá de ser una obra “para jóvenes” puesto que los adultos pueden –y deben- sentirse aludidos sobre su papel en la educación de los jóvenes y los valores que se les transmite. En ese sentido, las numerosas aportaciones de los diálogos para esa reflexión personal constituyen uno de los atractivos de la lectura y visión de esta interesante obra.
En los diálogos desconcierta que el lenguaje de los cuatro jóvenes sea muchas veces mimético de los adultos, aunque cuando se relacionan entre ellos afloran los tics expresivos y de comportamiento post-adolescentes. Puede parecer una paradoja ese cambio constante de campos, como si la frontera entre joven-adolescente y joven-adulto fuese permeable y con solución de continuidad, pero a mi juicio esa contradicción expresiva es premeditada. Cat Maday propone arquetipos –lo recuerdo- y los modelos son, necesariamente, reduccionistas en cuanto a la representación de la realidad. En vez de introducir más personajes característicos, la autora opta por que el espectador visualice en la acción a los jóvenes simultáneamente en tres estados de evolución: pasado, presente y futuro. Estos estados son, a la vez, representativos de su discurso: pasado (recuerdos felices, irresponsabilidad), presente (problemas) y futuro (sueños, soluciones, responsabilidad).
Dese el punto de vista formal, Cat Maday combina un punto de vista clásico en la conformación de la pieza, con división efectista en actos y escenas. Aún más, la herencia clásica en La mochila se percibe claramente al mantener las unidades de lugar, tiempo y acción. No obstante, la escritura dramática es muy flexible, permitiendo que el grupo actoral pueda improvisar y crear parte de los diálogos. Como muchas de las obras actuales, también se permite la ruptura de la cuarta pared y la interacción con el público –aunque en contadas ocasiones y solo en el primer acto-. Llama la atención también las propuestas musicales –paisajes sonoros, los llama- que propone Cat Maday como apertura o colofón de numerosas escenas. Tienen todas ellas un fuerte peso dramático pero se alejan de los gustos musicales al uso entre los jóvenes de hoy en día. No obstante, la selección musical tiene buen gusto, sentido intencional y encaje en la dramatización de la obra.
La mochila destaca por la riqueza emocional de las escenas y los frecuentes cambios de ritmo. La tesitura de emociones es amplia, con breves dosis de humor como puntos de apoyo para aliviar el tono de seriedad que predomina en general. El vaivén emocional alcanza puntos insuperables en las dos últimas escenas de cada acto, siendo especialmente reseñable la escena VI del primer acto, en el que Hugo y Laura descubren sus cartas sentimentales. La intensidad dramática de algunas escenas hará las delicias de los espectadores, estoy seguro, aunque exige de los actores un esfuerzo notable para dar credibilidad a sus papeles de enamorados. Porque, y es llamativo, se puede decir que La mochila es una pieza teatral de corte romántico. Junto a la trama principal, se desvelan dos historias de amor que transcurren en paralelo y dan lugar a resoluciones llenas de esperanza. “Siempre hay una luz en el camino”, se afirma casi al final, una muestra más de la entrañable humanidad que se respira en la lectura de esta meritoria obra.